Reflexiones a partir de un congreso zen

He estado leyendo las impresiones remitidas por un amigo que asistió durante el pasado octubre al seminario anual del soto zen europeo, celebrado en la Gendronniere, el templo zen que fundó Taisen Deshimaru en Francia. El tema de este año versaba sobre las perspectivas del zen. Tras leerlas mi impresión es que se trató de un desencuentro, de un dialogo de sordos en donde cada cual simplemente se reafirmó en sus posiciones previas.

El zen, tras unas pocas décadas de implantación en Europa, apenas unos cincuenta años, se ha convertido en un producto “espiritual” más, entre los muchos productos de este tipo que hoy están disponibles en el mercado. Tres elementos han contribuido a ello: el desarrollo de centros budistas zen proclamados como los lugares privilegiados desde los que difundir y en los que aprender el dharma, la creación de jerarquías piramidales alrededor de la figura de los llamados “maestros” zen, y la implantación de una serie de rituales, de origen más o menos japonés, cuya función básica es amalgamar a los grupos de personas que se reúnen alrededor de esos “centros” y esos “maestros”. Es decir, se ha pasado de la propuesta, central en el budismo y por tanto en el zen, de liberación de sí mismo a través de sí mismo, a la construcción de una forma espiritual institucionalizada, de una Iglesia, en la que esa propuesta de absoluta liberación es canjeada por un vago sentimiento de autogratificación, por pertenecer a un club espiritual selecto y por la ilusión (el sueño, la ignorancia) respecto a lo que esa liberación significa.

¿Cómo es posible que se halla llegado a esta lamentable situación?

Para que un producto prospere en el mercado (y el mundo de hoy no es otra cosa que un mercado, y que por tanto se rige por las leyes del mercado), para que llegue a su consumidores potenciales, es fundamental, incluso más que la bondad de las características del propio producto, que este aparezca envuelto bajo el ropaje de alguna promesa -necesariamente proveniente de un otro- de beneficios, del tipo que sean, para quién adquiera ese producto. En el caso del zen, mayoritariamente de linea soto en occidente, es decir heredero supuestamente del espíritu de Dogen, esta promesa (implícita, oculta) es precisamente la llamada “iluminación”.

Dicho término en occidente fue introducido por D.T. Suzuki, procedente sin embargo del zen rinzai, es decir de una práctica en la que la “iluminación”, el kensho, el satori, se obtienen como fruto de un largo proceso de aprendizaje personal, consistiendo por tanto en un éxito propio, un logro personal, un beneficio, aunque sea -se enuncie como- el del no-beneficio (la historia del zen provee de infinidad de este tipo de conceptos-disfraz para quien desee retorcerla un poco). En el zen rinzai el kensho es un algo “producido” por alguien después de un largo esfuerzo, un “producto” por tanto del cual, una vez obtenido, se pueden obtener plusvalías a su vez. Este término de “iluminación”, tomado como algo a obtener, ha sido y es, a mi modo de ver, fuente de los múltiples extravíos por los que lo que se llama budismo zen se encuentra hoy descarriado en occidente.

Considero que este camino es opuesto al que propuso Dogen, el de una práctica simple del cuerpo y la mente, accesible a todos, en la que no existe separación entre práctica y realización (o despertar, o satori, llámeselo como se quiera), en la que no existe una carrera a realizar por tanto, ni plusvalías que obtener después de realizarla.

No es el despertar (nombre que prefiero al de iluminación, que personalmente me recuerda a los fuegos artificiales) algo que podamos atrapar con nuestras mentes discriminativas, limitadas. Algo que podamos delimitar -y limitar- por los conceptos, sino algo mucho más amplio, inabarcable, que comprende la totalidad de lo que es, de todo lo que me aparece a cada momento, constituyendo instante tras instante la totalidad del mundo que vivo, que soy; por mi mismo, no por lo que los otros piensen de mi. El satori es algo que está por todas partes, lo comprendamos en un momento dado o no, y a lo que tan solo podemos confiarnos y abandonarnos, pues en el momento en que lo intentamos restringir bajo una forma concreta lo contaminamos y extraviamos.

Sin embargo numerosos enseñantes zen hoy en día se ven atrapados por ese fantasma, inconfesado siempre pues no es algo que sea políticamente correcto proclamar dentro del zen; pero aparecerá bajo otras formas, notablemente bajo la forma de que el zen consiste en una forma determinada, japonesa, que hay que aprender, que hay que dominar y que, una vez dominada esa forma, una vez que hallamos conseguido que nos sea reconocido el dominio de esa forma, habremos conseguido también el dominio de lo que no tiene forma.

Pero lo que no tiene forma es imposible de dominar, pues no crece ni decrece (y dominar algo es precisamente crecer en ese algo; del que primero no se tiene nada, después un poco y después todo), ya que siempre está aquí, ante nosotros, en nosotros mismos, completo, sin que nada le falte. Excepto precisamente un dueño, que no existe, pues entonces habría de nuevo un dueño y una cosa distinta, poseída por ese dueño, y que por ser distinta no sería lo mismo que el dueño de la cosa.

Pero me temo que pretender hoy otra cosa sea imposible. Siendo imposible poseer el despertar como una posesión propia, al final, especialmente aquellos que aquellos que llevan mucho tiempo en esto e inconfesadamente buscaban poseer algo (llamando incluso a ese algo a poseer la no-posesión), en vez de desprenderse de todo, acaban contentándose con la admiración de los otros, con lo cargos concedidos por otros, con la exhibición ante otros del dominio largamente trabajado de unas formas rituales y comportamentales dadas, y de sus conocimientos al respecto, e incluso con la exhibición de las eventuales críticas que a partir de esos conocimientos pueden realizar respecto al estado de las cosas en el zen, lo cual puede ser todavía motivo de autoencumbramiento. Si no logro atrapar lo inatrapable, que por lo menos los otros se crean que lo he atrapado. Tantos son los rostros de la ignorancia (avidya), el apego (upadana) y el deseo (trsna).

Pretender lo contrario, intentar empezar todo de nuevo desde cero (es decir desde el vacío, desde shunyata) sería pretender que aquellos que se han instalado ya, se hicieran el harakiri (de su negocio en unos casos, de su narcisismo en otros), y de que aquellos que aun no se han instalado, pero lo anhelan, renunciaran a sus anhelos, evidenciados en el deseo de pertenecer a la corte de los primeros, a la espera de ocupar el lugar de los primeros. Pero creo que entre los occidentales “zen” el amor por lo japonés no llega hasta hacerse el harakiri.

Mientras tanto queda la posibilidad, abierta a todos, solos o junto con otros, de seguir sentándose tranquilamente, como dicen que hizo hizo Bodhidarma, el mítico fundador del Chan/Zen, cuando llego a China -donde no olvidemos que el budismo llevaba ya siglos implantándose bajo las formas fosilizadas, ya para entonces muertas, de su precedente hindú-, frente a la pared, en silencio, ahondando más y más hacia esa nada que nos constituye y lo constituye todo.

Nada perderemos así, tampoco ganaremos nada, excepto nuestra propia vida.

Roberto Poveda Anadón
La Cañada (España), noviembre de 2010

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